Hay que innovar, se nos repite una y mil veces desde los más variados frentes a modo de nuevo mantra. Con frecuencia quien lo proclama no es especialmente innovador, al menos en la práctica. Me temo que es esa la situación de las administraciones públicas, que tan insistentemente recuerdan a las PYMEs la importancia de innovar, pero no sólo de ellas. Efectivamente, pienso que las personas en general tenemos una aversión al cambio, a salirnos de nuestra zona de confort, condición que se acrecienta según vamos haciéndonos mayores y aumenta el peso de nuestras responsabilidades familiares o, simplemente, nuestra percepción de vulnerabilidad.
De hecho no creo que en este asunto haya grandes diferencias entre quienes se consideran conservadores o progresistas. Es posible que el progresista quiera cambiar cosas que el conservador desea mantener, pero ambos tendrán grandes y parecidas dificultades en modificar su propia forma de pensar y de actuar. Es mucho más fácil considerar que los demás tienen que cambiar que aceptar un cambio en primera persona. Y dado que la sociedad y sus distintos modos de organización la protagonizan personas, no es de extrañar que esta resistencia al cambio se traslade a todas y cada una de las estructuras organizativas, sean empresas, asociaciones, administraciones o grupos informales, que la componen.
Pero ¿qué es la innovación y por qué ahora parece tan importante? ¿es algo realmente nuevo o es simplemente palabrería propia de burócratas? ¿qué papel nos toca jugar individual y colectivamente? Intentaré dar hoy unas breves pinceladas, sobre las que seguro tendremos ocasión de volver con frecuencia en próximos posts.
Ciertamente la innovación es tan antigua como la presencia de nuestra especie, homo sapiens, sobre la Tierra. Es más, difícilmente los humanos tengamos con la innovación un derecho de exclusiva, pues otros miembros de la familia de los homínidos son capaces de resolver nuevos problemas aplicando la experimentación y la inteligencia. La investigaciones con chimpancés de Wolfang Köhler a principios del S. XX en la Casa Amarilla del Puerto de la Cruz, en Tenerife, fueron pioneras en el campo de la etología y la psicología cognitiva, y dieron buena prueba de la capacidad innovadora de nuestros parientes. Si dudan del potencial innovador de chimpancés, bonobos, gorilas y orangutanes les sugiero que le den un vistazo a algunos vídeos con proyectos del Centro de Primatología Wolfang Köhler del Instituto Max Planck, en Alemania, dirigido por el catalán Josep Call. Les aseguro que no se quedarán indiferentes. No puedo evitar cierta desazón al pensar que la primatología nació en Canarias y que el Centro Köhler en Alemania lo dirige un español. ¿Podrá la innovación ayudarnos a retener, captar y aprovechar las experiencias de éxito y el talento?
Por tanto la innovación no es en sí misma una novedad. Parece un trabalenguas: la innovación no es una innovación. De hecho el Diccionario de la Real Academia de la Lengua define el verbo innovar como mudar o alterar algo, introduciendo novedades, y el sustantivo innovación, además de acción y efecto de innovar, como creación o modificación de un producto, y su introducción en un mercado.
Lo admito, en cuanto actividad empresarial la innovación sólo la hacemos los humanos. Pero no sólo es innovación la actividad empresarial y, además, no toda innovación empresarial se refiere a productos y su comercialización. Vayamos por partes.
Realmente la novedad se debe a que ahora conocemos mucho mejor (o eso creemos) en qué consiste el proceso innovador, en definitivas cuentas qué hace que sociedades, organizaciones y personas innoven, esto es, adopten cambios para adaptarse mejor a un entorno competitivo e imponerse a sus competidores. Este conocimiento se ha adquirido en dos etapas. Una primera protagonizada por el concepto de la destrucción creativa como elemento esencial del capitalismo, que introdujo en 1942 el economista austriaco Joseph Shumpeter en su libro Capitalismo, socialismo y democracia. La idea es simple: los nuevos productos y modelos de negocio, fruto de la innovación llevada a cabo en el mercado, expulsan del mismo a los anteriores. Hay una una adaptación evolutiva a las exigencias del mercado a través de una dialéctica viejo-nuevo. O lo antiguo se reinventa o muere a manos de lo nuevo. La segunda etapa, iniciada en las dos últimas décadas del siglo pasado, está protagonizada por un nuevo enfoque holístico, esto es, sistémico e integral, que trasciende el ámbito interno de la empresa y reconoce la importancia de la interacción entre los distintos agentes y de éstos con su entorno.
La segunda mitad del S. XIX y primera del S. XX muestra variados ejemplos de destrucción creativa, fruto de la segunda revolución industrial, ésa que fue responsable de la electricidad, el telégrafo y el teléfono, del transporte a vapor, ferroviario y marítimo, del automóvil y la industria química y que dio lugar a grandes multinacionales tecnológicas y financieras. Es especialmente ilustrativa la destrucción creativa en el ámbito de las telecomunicaciones. El telégrafo óptico, en cuyo diseño jugó un papel importante el ingeniero canario Agustín de Bethencourt, tuvo relevancia en Europa durante la primera mitad del S. XIX, cuando fue desplazado por el telégrafo eléctrico. Algo parecido pasó con el Pony Express en EEUU, aunque en este caso el servicio sólo estuvo operativo entre 1860 y 1861, pues sus promotores tuvieron la mala fortuna de la puesta en marcha del telégrafo transcontinental norteamericano, cerrando la empresa a los tres días de la inauguración de éste. ¿Y qué me dicen del gigantesco monopolio telegráfico de Western Union? Sucumbió ante el teléfono tras perder una feroz batalla judicial por las patentes que lo hacían comercialmente posible, de modo que a partir de 1891 la Bell Company de Alexander Graham Bell pudo explotar en exclusiva las patentes disputadas con Western Union, también inventadas por Elisha Gray y Thomas Alva Edison. Desafortunadamente para Western Union, sus abogados entregaron la solicitud de patente unas horas más tarde de que lo hicieran los de la Bell Company. No sólo el teléfono terminó con el telégrafo, sino que Western Union perdió la batalla haciendo posible que la Bell, transformada en AT&T, se convirtiera en el nuevo monopolio telefónico en EEUU y un gigante en el mundo tecnológico.
En esta primera etapa la innovación se entiende como un proceso lineal, en el que la investigación científica es seguida del desarrollo tecnológico, que proporciona la prueba de concepto que lleva a introducir la innovación en el mercado. Es el tan conocido trinomio de la I+D+i. Sin embargo, al tiempo, empieza a hacerse aparente que la ventaja competitiva no se adquiere sólo por innovaciones de producto, sino que la organización del trabajo juega un papel fundamental. Con ello nacieron el management y las innovaciones organizativas, mereciendo una mención destacada la producción en cadena, que hizo posible el automóvil utilitario. El Ford T fue producido y comercializado de forma masiva entre 1908 y 1927, popularizando la adquisición de automóviles y consolidando un nuevo gigante tecnológico, la Ford Motor Company. Sin embargo, el fordismo y su antecesor, el taylorismo, no sólo trajeron la producción masiva en cadena sino deficientes condiciones de trabajo en las que el operario asumía una tarea mecánica dentro de la cadena, privado de toda capacidad propia, y con salarios frecuentemente indexados a tan poco estimulante, como monótono y pesado trabajo. La gestión en la organización del trabajo y las relaciones laborales es un aspecto fundamental en la innovación empresarial, sin duda mucho más complejo que la innovación de producto. Compatibilizar productividad con derechos laborales es uno de los grandes retos que trabajadores y empresarios, como agentes esenciales de la economía productiva, han de afrontar de modo innovador.
Como ya hemos dicho, la segunda etapa en la comprensión del proceso innovador es más reciente. A partir de los años ochenta del siglo pasado se advirtió que la innovación no era sólo cosa procesos productivos y organizativos dentro de la empresa, sino que había que entenderla en términos sistémicos. Esto simplemente quiere decir que las empresas no están solas, sino que conviven en un complejo entramado del que forman parte otras empresas, competidoras o no, clientes y proveedores, administraciones públicas, instituciones financieras y educativas, y, todo ello, en un contexto político, normativo y, en definitivas cuentas, social. Todos estos agentes se relacionan entre sí, de ahí que formen un sistema. Los economistas de la innovación introdujeron por ello el concepto de Sistema Nacional de Innovación, que pronto fue complementado por el de Sistema Regional de Innovación. Efectivamente, de forma tal vez paradójica, aún cuando la economía está cada vez más globalizada los determinantes principales de la productividad y la competitividad operan de forma muy local.
Si se piensa bien esto es totalmente lógico. Los seres humanos somos animales sociales. Construimos círculos de confianza y transmitimos conocimiento tácito (el que no está en los libros) mediante relaciones directas, verbales y conductuales. Ello es básico para construir lo que los sociólogos han venido en denominar capital social, por entendernos, modos organizativos basados en la confianza y con un alto grado de aquiescencia en la sociedad en cuestión. Es justamente ese capital social el que determina si una sociedad es innovadora o no y, por tanto, si lo son su ciudadanía, empresas y administraciones públicas. Por otra parte, se hace evidente que la causalidad simplista del modelo lineal de I+D+i cede el paso a relaciones mucho más ricas y complejas en el modelo sistémico. La innovación ahora se entiende de modo abierto, no constreñida a los muros de la fábrica, y puede buscarse en la I+D propia o ajena, los clientes, los proveedores e, incluso, de los competidores.
Cobra además mayor relevancia, si cabe, la innovación organizativa o de procesos y emerge, junto a la innovación de producto, una innovación de servicios, no reconocida como tal hasta tiempos muy recientes, y fundamental para la competitividad de las economías terciarizadas y, particularmente, de las turísticas. Ciertamente, el turismo innovará principalmente mediante el conocimiento de los clientes y de los competidores, no a partir de resultados alcanzados por laboratorios de investigación.
La economía cuenta, por tanto, con capital físico, cuyos activos están constituidas por las infraestructuras y equipamientos, por el capital humano, cuyo activos son los conocimientos que poseen las personas, y capital social, constituido por el activo relacional de las interacciones constructivas y útiles. La posibilidad de incrementar el capital físico o el capital humano por cada miembro de la población activa es limitado y, además, tiene rendimientos decrecientes. Probablemente no podamos esperar un incremento de la productividad de un trabajador por poner tres ordenadores a su disposición, o porque haga dos doctorados. Sin embargo, los activos relacionales siempre se pueden mejorar, de modo que la economía puede producir más con el mismo capital físico y humano. Esa capacidad de hacer producir más a nuestro conocimiento y dotación de equipamiento suele ser llamada por los economistas productividad total de los factores, y es la que determina el crecimiento sostenible a largo plazo de la productividad del trabajo y de la economía. Incrementarla es tarea de la innovación organizativa, determinada en su efectividad por el capital social existente.
El principal fundamento de las modernas políticas públicas de fomento de la innovación se basan en facilitar la aparición del capital social que es capaz de hacer a una sociedad competitiva. Lógicamente hay que asumir que ello es posible, que con programas públicos se puede estimular la construcción de ese capital social. Por supuesto, tales políticas públicas habrán de fomentar también las actividades de I+D+i, como también habrá de potenciarse y mejorarse la educación, esto es, el capital humano. Pero si no se desarrolla el capital social adecuado, tales políticas serán necesarias pero insuficientes. Habrá personas formadas, sin trabajos apropiados para su cualificación. Habrá buenas investigaciones, pero generalmente sin ser convenientemente aprovechadas ni valoradas. Habrá algunas experiencias inconexas de éxito, pero no una rica malla a través de la que se ofrezcan múltiples oportunidades. Y probablemente habrá desazón y desconcierto, sin que alcancemos a entender qué es lo que hace que otras sociedades se muestren dinámicas y competitivas, pero no la nuestra.
No es fácil la tarea, pero estoy convencido que es necesaria. Requiere mucha didáctica, pues no son fáciles de reconocer las limitaciones organizativas en ninguna entidad social, además de tenacidad y perseverancia para superarlas. Es una carrera de fondo, en la que es importante saber cuál es la meta y tener convicción en alcanzarla. Las nuevas estrategias de especialización inteligente (RIS3), auspiciadas por la Unión Europea y formuladas por todas las regiones europeas, constituyen agendas de transformación para construir ese capital social tan necesario para la innovación. Sobre ello hablaremos en otra ocasión.
hola Juan, enhorabuena por tu blog, ¡buena iniciativa! Y qué bueno leer y saber de un tecnólogo y casi diría también tecnócrata como tú, quien habla de la importancia de las cuestiones culturales para que aflore la innovación, como el capital social que citas. Quizás hayas leído un reciente informe de COTEC al respecto, si no, te recomiendo su lectura, tiene bastante referencias empíricas también, así que para política pública tiene su interés: http://www.cotec.es/index.php/publicaciones/show/id/2399/titulo/capital-social-e-innovacion-en-europa-y-en-espana–2013
Estaré pendiente de tus próximos posts 🙂