Ni tecnófobos, ni tecnófilos: sólo usuarios prudentes de la tecnología

Los adultos de hoy en día tenemos que superar la difícil prueba de, no sólo de adaptarnos nosotros mismos a un entorno tecnológico en frenética evolución, sino, también, de asesorar a nuestros menores en cómo deben desenvolverse en este complejo nuevo mundo.

Intento reflexionar sobre si esto ya ha pasado antes en la Historia de la Humanidad, pero no encuentro parangón posible. Sí, el mundo antiguo fue testigo de enormes revoluciones socioculturales, debidas a la invención de la rueda, el desarrollo de la agricultura y la ganadería, la vida sedentaria, la metalurgia, la navegación y tantos avances tecnológicos. Pero siempre fueron procesos relativamente graduales. Pocos cambios culturales podía aspirar a ver una persona a lo largo de su tiempo de vida, salvo, eso sí, ser sometido o arrasado por un pueblo algo más desarrollado tecnológicamente, cosa que tampoco pasaba todos los días.

Tampoco es asemejable el redescubrimiento de Aristóteles y los sabios clásicos en la Europa medieval a través del Islam andalusí  ni, siquiera, la invención de la imprenta de tipos móviles por Guttenberg. A pesar de la enorme influencia que tales hechos tuvieron en el desarrollo de la Escolástica, del Renacimiento, de la Reforma religiosa, de la difusión del saber, la ciencia y la crítica, y, por fin, de la Ilustración, fueron avances cuyos efectos llevó un tiempo considerable difundir socialmente. Que la mayor parte de la población continuara siendo, a final del S. XVIII, analfabeta y campesina es buena muestra de ello.

Podrán decirme que la Revolución Industrial produjo efectos sociales mucho más acelerados. Es cierto. La automatización de los telares ingleses produjo el primer terremoto social causado por la tecnología. Los artesanos textiles fueron desplazados por las máquinas y la reacción de los seguidores del mítico Ned Ludd no se hizo esperar. Había nacido la tecnofobia bajo la forma del Ludismo. Los luditas quemaron algunos telares, a unos cuantos de ellos la protesta les costó la vida, hubo también revueltas que se extendieron en Europa, pero la automatización industrial había llegado para quedarse.

Ciertamente la sociedad se hizo mucho más dinámica, y en ciento cincuenta años el mundo cambió más que en los dos mil años precedentes: los medios de comunicación, la electricidad, la prensa, los derechos humanos… Con todo, las cosas llevaban su tiempo. Fueron necesarias varias décadas para difundir la luz eléctrica, la telefonía, la radio o la televisión. Cuando yo era un niño, hace menos de cuarenta años, sólo había en Canarias un canal de televisión, y aún se hacía uso habitual de la telegrafía. En muchos pueblos, la telefonía estaba disponible sólo a través de operadores manuales. Sí, había que llamar a la central para que te marcaran el número, y cerraran la comunicación conectando manualmente unas clavijas…

Incluso la introducción de las tecnologías de la información, paulatina a partir de los años setenta del siglo pasado, no produjo efectos de intensidad social hasta los años noventa, con la invención y rápida difusión de la Web. Bien conocida es la paradoja de la productividad de Robert Solow, Pemio Nobel de Economía, que en en 1987 decía que podían verse las computadoras en todos sitios menos en las estadísticas de productividad. Cuando yo terminé mi carrera de ingeniero de telecomunicación, en 1992, no había remitido nunca un email. Ni siquiera había estudiado Internet, salvo muy por encima su antecesora, ARPANET, pues el diseño que las grandes operadoras habían hecho y estandarizado para la conexión de datos, el Open System Interconnection (OSI) de la International Standards Organisation (ISO) era la materia que se estudiaba en toda Europa, haciéndose general uso del libro Computer Networks, de Andrew Tanenbaum, en mi época en su segunda edición (1989). En algún momento escribiré sobre el impresionante desplazamiento de OSI por Internet, porque son muchas las lecciones que se pueden extraer del mismo. Pero no es hoy el día para ello.

Dejemos la Historia, siempre fascinante, y veamos ahora la más rabiosa actualidad. Creo que el año 2010 conoció un hito singular con la introducción del iPAD por Apple. Tal hito había venido antecedido por la entrada de la compañía, con el iPhone en 2007, en el mercado de los nuevos smartphones, donde competían en el segmento profesional otras compañías como, por ejemplo, Blackberry o Nokia. Todas ellas aprovechaban la mejora tecnológica de las redes inalámbricas y la disponibilidad de un ancho de banda, cada vez mayor, pera dispositivos móviles, cada vez más potentes. Probablemente la visión revolucionaria de Steve Jobs fue concebir unos dispositivos, el iPhone y el iPad, que trascendían el ámbito profesional sin renunciar al mismo. Una extensión de nosotros mismos, que nos acompaña en todo momento, y que nos sirve para todo. Podemos jugar, informarnos, leer, trabajar, conectarnos, en todo momento y en todo lugar. Su competencia reaccionó inmediatamente, dando lugar a dispositivos construidos alrededor de un sistema operativo alternativo, Android, sin olvidar tampoco Windows Phone.

Estos dispositivos móviles tenían la capacidad de aprovechar toda el potencial que ofrecen los servicios web interactivos, que habían surgido tras la invención de la Web y que se habían difundido principalmente a partir del año 2000: Amazon (1994), eBay (1995), Google (1998), Wikipedia (2001), MySpace (2003), Linkedin (2003), Facebook (2004), YouTube (2005), Twitter (2006),… No podemos olvidar que, hasta la popularización fulgurante de los dispositivos móviles, el acceso a los servicios web se hacía principalmente a través de ordenadores convencionales de sobremesa. Es principalmente a partir del año 2010 que el acceso a los mismos se hace masivo a través de dispositivos móviles, por un público cada vez más heterogéneo, dando lugar a la actual y más formidable revolución tecnológica de cuantas conocemos. Con ella había nacido la tecnofilia, consecuencia del éxtasis que en muchas personas produjo la inmensa gama de nuevas posibilidades para la interacción social, y que les parecía que, de por sí, sólo había de tener efectos positivos.

Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. En mi opinión la concepción tecnófila es tan equivocada como la tecnófoba. El desarrollo tecnológico es globalmente siempre positivo, pues ofrece mayores posibilidades a la Humanidad, lo que es distinto de entender que no conlleva costes. Es más los inconvenientes pueden causar serios problemas sociales si no se gestionan adecuadamente. Dar un vistazo al pasado y al presente lo pone de manifiesto: la automatización desplazó laboralmente a las personas no formadas en la mismas, el desarrollo industrial procurado por la tecnología convirtió al campesinado en proletariado, creando tensiones que sólo el nacimiento del estado social en el seno de los estados democráticos de derecho liberales pudo amortiguar, nacimiento debido al terror que producía la hipotética extensión del movimiento bolchevique al resto de Europa tras la Revolución Rusa. ¿Y qué decir de la afección al medio ambiente producido por nuestra tecnológica sociedad?

No vayan a ver en mí a un tecnófobo, nada más lejos de la realidad. He dedicado mi vida profesional a la tecnología, y también mucha de la personal, pues la tecnología (y la ciencia que la hace posible) es también un aspecto importante de mi tiempo de ocio. Pero ello no es óbice para que piense que es necesario gestionar adecuadamente la introducción de la revolución tecnológica que estamos viviendo en nuestra sociedad. Revolución, como he intentado argumentar, más acelerada e inmediata en sus efectos que ninguna que haya vivido antes la Humanidad. Pongamos algunos ejemplos:

  • La tecnología tiene la capacidad de hacernos mucho más eficientes y eficaces en nuestro trabajo. Si no lo hacemos, se resentirá la productividad de nuestras empresas que no podrán competir con otras cuyos trabajadores tengan capacidad para manejar la tecnología. ¿Cómo conseguimos que nuestras empresas hagan un uso productivo de la tecnología, sin excluir a quienes por edad o formación no están familiarizados con las mismas?
  • La tecnología tiene el potencial de proporcionar interacciones sociales enormemente enriquecedoras, además de facilitarnos un uso eficiente de nuestro tiempo libre y un mejor aprovechamiento de las actividades de ocio. Puedo consultar en una red social opiniones de restaurantes, que se esmerarán para que las opiniones de sus clientes sean positivas. Puedo mantener el contacto con amigos y conocidos presentes y distantes. Puedo saber por dónde andan mis hijos cuando salen a dar una vuelta. Puedo programar y contratar actividades en mis viajes de vacaciones. Puedo aprender de cualquier cosa, no sólo todo está en la red, sino que estoy en listas de Twitter o de otras redes sociales que me mantienen al día de asuntos que me interesan. Puedo simplemente dedicar un tiempo a oír la música que me gusta, por ejemplo en Spotify. Puedo compartir fotos con mis amigos en Instagram o Pinterest. En definitivas cuentas, puedo tener un ocio mucho más satisfactorio. Pero, ¿cómo consigo que no se convierta en una adicción? ¿cómo poner el límite para que la vida virtual no me deje sin vida física? ¿para que en vez de aprovechar mi tiempo de ocio no sólo lo pierda, sino que también termine por afectar negativamente al que es de trabajo o estudio? Estamos simplemente empezando a aprender sobre las psicopatologías que el uso desmedido de las tecnologías de la información pueden provocar.
  • Las posibilidades que las tecnologías de la información ofrecen a la formación y educación, tanto de nuestros niños y jóvenes, como de nuestros adultos para actualizarse y reciclarse son simplemente infinitas. Pero no todo uso de la tecnología en el ámbito educativo tendrá esa positiva consecuencia. Podemos conseguir también justo lo contrario. Es mucho más fácil cortar y copiar contenidos de la red en vez de hacer el esfuerzo crítico e intelectual que aprender siempre, con o si tecnología, requiere.
  • La privacidad y la protección del derecho fundamental a la intimidad y la propia imagen se comprometen de manera verdaderamente sorprendente por muchas personas, que exponen su perfil personal al público en general. Esto es, el empleador sabrá antes de hacer la entrevista de trabajo quiénes son tus amigos, cuáles son tus aficiones… Tu nueva pareja, buscará en la red antes de hablar contigo de tu vida pasada. Y todo ello en el momento en que la protección a la propia intimidad tiene el mayor grado de protección jurídica posible.

La situación más preocupante es la de los adolescentes. Estamos asistiendo a verdaderos comportamientos adictivos, al acceso a contenidos perjudiciales para su desarrollo humano, a comportamientos de acoso que, siempre indeseables, ya no se circunscriben al patio escolar sino que persiguen a quiénes lo sufren vayan donde vayan, a una desprotección de su vida íntima y personal, por no hablar de la interacción malévola que algunos adultos procuran por este medio para acceder a adolescentes con un propósito sexual. En cuanto a la disposición de la propia intimidad, qué decir. Viendo cómo la ceden muchos adultos, con todo su derecho para ello aunque dudo que en muchos casos con plena conciencia de las consecuencias, qué vamos a esperar que no hagan los menores. Sin embargo, tenemos la responsabilidad de protegerlos.

Leo con frecuencia que, en relación a los adolescentes, el problema está en la educación y en la falta de supervisión de los padres, no en la tecnología cuyo uso no debe limitarse. Es cierto, lo admito, pero no es toda la verdad, sólo parte de ella. Quien haya tenido hijos adolescentes, o quien simplemente recuerde su propia adolescencia, debiera saber que no es una edad fácil, que la auctoritas de los mayores está puesta en duda en el natural afán de descubrir el propio espacio vital. No podemos ser ni ángeles de la guarda ni investigadores policiales en la actividad cotidiana de nuestros hijos e hijas. ¿Cómo puedes saber lo que están haciendo en el baño? ¿Cómo controlar que no se conecten después de irse a la cama? ¿cómo conseguir que no pulvericen su tiempo de estudio con el uso de unos dispositivos que sirven para todo, sí, para estudiar, pero también para jugar y para interactuar socialmente sin mesura ni fin? ¿cómo asegurar que no entran en contacto con quien no deben, que no suben o bajan contenidos inapropiados?

El paradigma ha cambiado. Hace sólo cuatro años la recomendación era clara: el ordenador debe estar en espacios compartidos de la vivienda, de modo que pudiera darse de vez en cuando un vistazo al pasar junto a ellos o estando en la cercanía. Ahora todo el mundo virtual, lo bueno y lo malo, está accesible en el dormitorio, en el salón, en el baño, en el tranvía, en un centro comercial o paseando por la calle.

Nuestra revolución tecnológica hará avanzar a la Humanidad, seguro. Pero debiéramos disminuir los costes tanto como sea posible. Necesitamos nuevas reglas sociales (y también algunas legales) en el uso de la tecnología, como las hay para casi todo lo demás. Admitámoslo, no sabemos gestionar la situación, simple y llanamente, porque es sobrevenida. No es simplemente falta de educación, falta también experiencia. En tal contexto, la prudencia debiera ser buena consejera.

2 respuestas a «Ni tecnófobos, ni tecnófilos: sólo usuarios prudentes de la tecnología»

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