La entrada de hoy trata conceptos que, curiosamente, comienzan con la letra P. Por no alargar el título no he añadido perplejidad, término que el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) define como «irresolución, confusión, duda de lo que se debe hacer en algo«. Estamos al borde de un precipicio, problema al que nos ha traído un pésimo partidismo en búsqueda de poder que, aparentemente, desconoce los mismos fundamentos del parlamentarismo. Algo tendrá que ver Parlamento con parlamentar, esto es, conforme define el DRAE, «dicho de una o de varias personas: Hablar o conversar con otra o con otras» o, mejor todavía, «entablar conversaciones con la parte contraria para intentar ajustar la paz,una rendición, un contrato o para zanjar cualquier diferencia«. Planteamiento, pensamiento, perspectiva, prospectiva ceden ante la pataleta, perreta solemos decir en Canarias, en el pobre y pueril espectáculo de peonzas partidistas que giran sobre sí mismas, sin mirar a su alrededor. A modo de epítome diré, como ciudadano y miembro indiferenciado del Pueblo, simplemente putada, pues eso es lo que siento cuando veo al partidismo jugar tácticamente con la representación que los ciudadanos hemos conferido con nuestros votos a los Diputados al Congreso, en algo tan serio como es la designación de un Presidente del Gobierno.
Cuando la Democracia retornó a España, tras demasiados años de dictadura (siempre son muchos), era necesario fortalecer a los partidos políticos. Su relevancia constitucional quedó proclamada en el Título Preliminar de la Constitución Española (CE), concretamente en el Art. 6 CE, que reza con el siguiente tenor: «Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos«.
En una sociedad con escasa tradición democrática era lógico darle, en 1978, un protagonismo especial a los partidos, con objeto de articular el pluralismo político. Ello explica, por ejemplo, las listas cerradas en la elección de Diputados al Congreso. El Art. 68.1 CE sólo dice que «el Congreso se compone de un mínimo de 300 y un máximo de 400 Diputados, elegidos por sufragio universal, libre, igual, directo y secreto, en los términos que establezca la ley». Es la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General, quien determina cómo es nuestro sistema electoral y, por ejemplo, que las candidaturas al Congreso de los Diputados reciban votos al conjunto de la candidatura, y no a candidatos concretos. Ello, como digo, se justifica por el interés en nuestra Transición democrática en fortalecer y articular el pluralismo político a través de los partidos. Otras opciones hubieran sido posibles, como pasa en el Senado, y como sucede en otros regímenes parlamentarios. Cierto es, en todo caso, que cada opción tiene sus inconvenientes, acompañando a sus ventajas.
Además, nuestro sistema es puramente parlamentario, lo que abunda en el fortalecimiento del papel institucional de los partidos. Ello quiere decir que sólo tienen legitimidad democrática directa los representantes que son elegidos por sufragio electoral, con la obvia debilidad que lo son en el seno de una candidatura conjunta, no nominalmente, salvo en el Senado. Y son dichos representantes los que asumen una serie de funciones en nombre de sus electores. Se trata de una forma de configurar una Democracia representativa, única manera de ejercer de forma viable la Democracia (no podríamos gestionar un sistema directo, en el ágora, como las polis griegas). Pero puede materializarse de otros modos, como muestran los distintos sistemas de Democracia representativa de nuestro entorno.
Es nuestra forma concreta de Democracia representativa la que creo adolece de unas deficiencias, que causan mi enojo y, estoy seguro, el de muchísimas personas, ante el bloqueo institucional que se produce en ocasiones como la presente. Veamos por qué.
Nuestro sistema parlamentario es, básicamente, un sistema aritmético cuyos sujetos no somos los ciudadanos sino los partidos. Esto no es en sí malo, si se mantienen unos mínimos equilibrios. Dicho de otra manera: cuando un ciudadano con su voto se pronuncia por una candidatura, eligiendo a todos los representantes de la misma, está realmente eligiendo un partido, no unos representantes en los que personalmente confíe. Delega, no en un representante que le resulte cercano y conocido, porque corresponde a su circunscripción y en el seno de la misma ese candidato ha buscado su voto, sino en un partido, y en todo el tacticismo partidista que ello conlleva. Cierto. Las circunscripciones pequeñas, al estilo inglés, empeoran la falta de proporcionalidad del conjunto del sistema pues todos los votos del segundo y sucesivos candidatos, no elegidos, se pierden. Podría darse la paradoja de que un partido cuyos representantes, en circunscripciones individuales, quedaran segundos en todas ellas por un solo voto de diferencia, no tuviera representación, a pesar de que, en el cómputo general, la diferencia de votos fuera escasa con otro que obtuviera todos los representantes.
Pero, por otro lado, si tengo que delegar en alguien para que me represente en decisiones cruciales, prefiero que sea un candidato cercano, y no una lista cerrada de candidatos a los que ni siquiera conozco. A fin de cuentas, un partido, como organización que busca el poder, va a seguir su propia lógica para conseguirlo (esto es, la de sus dirigentes), probablemente muy distante de la de los electores que pusieron su confianza en unos representantes y, posiblemente, también diferente de la de esos representantes, salvo por el hecho que le deben al partido (y a sus dirigentes) su presencia en una candidatura cerrada.
A la vista de las ventajas e inconvenientes de los distintos modelos, cada vez envidio más los países cuyos sistemas constitucionales permiten la elección directa del Presidente del Gobierno. No quiero delegar esa facultad en los partidos, mucho menos en la situación que ahora vivimos. Creo que los ciudadanos debemos poder votar directamente a quien ha de ejercer el Poder Ejecutivo. Ello, además, evitaría la frecuente y penosa subordinación del Poder Legislativo al Ejecutivo, estableciendo una clara diferenciación entre ambas potestades. Dicho de otra manera, los ciudadanos debemos de poder votar a nuestros representantes en el Poder Legislativo, y delegar en ellos la capacidad de hacer Leyes, de controlar al Gobierno y de nombrar a ciertas autoridades del entramado constitucional, particularmente en la cúpula del Poder Judicial y en el Tribunal Constitucional. No creo que sea una buena idea que sean los miembros del Poder Legislativo quienes determinen quién ostentará el Poder Ejecutivo, por la simple razón de que ambos tenderán a confundirse y a subordinarse, uno en relación al otro, según sean las circunstancias. Pienso que es mucho mejor otorgar legitimidad democrática directa al Presidente del Gobierno, como cabeza del Poder Ejecutivo, que a su vez selecciona a sus Ministros.
Veamos qué significaría esto en un atolladero como el que actualmente vivimos: habríamos elegido, deseablemente en listas abiertas, a nuestros representantes en las Cortes Generales, sede del Poder Legislativo del Estado. Además, en una papeleta diferente, hubiéramos elegido cada uno al candidato a la Presidencia del Gobierno que prefiramos. No al partido, sino a la persona que, claro está, en cada caso será propuesta y respaldada por un partido. Ante la falta de mayoría absoluta de un candidato, en una segunda vuelta habríamos de decidir entre los dos más votados en la primera. Es decir: ahora los ciudadanos, no los partidos, seríamos consultados sobre si preferimos que gobierne Mariano Rajoy o Pedro Sánchez, suponiendo que en una primera vuelta hubieran sido ellos los candidatos más votados. El elegido por nosotros, esto es, por los ciudadanos y no por el tacticismo partidista, tendría asignada la importantísima potestad de conformar la cúpula del Poder Ejecutivo, esto es del Gobierno y las autoridades que de él dependen. Y tendría que ejercer tal potestad conviviendo con el Poder Legislativo, bicameral en nuestro caso para ponderar la necesaria representación individual y territorial, siendo realmente ambos poderes independientes, gozando los dos de igual legitimidad democrática directa, y todo ello bajo el debido control Constitucional y Jurisdiccional. No es ciencia ficción, EEUU tiene un sistema parecido al descrito.
Podría decirse que ello no es compatible con nuestra forma de gobierno (o política, como dice el Art. 1.3 CE) del Estado, esto es, con la Monarquía Parlamentaria, pues, a fin de cuentas, EEUU es una república presidencialista. Es cierto que EEUU toma el modelo de la monarquía constitucional inglesa del S. XVIII, en la que el Rey ostenta el poder ejecutivo, con la salvedad que sustituye al Rey por un presidente electo. En los dos siglos siguientes a la Independencia de los EEUU, las Monarquías parlamentarias europeas han ido desplazando al Rey del poder ejecutivo, quedando su función constitucional desprovista de prácticamente toda capacidad ejecutiva autónoma. De hecho la función constitucional de los Reyes en las Monarquías parlamentarias europeas, también en España, es principalmente representativa y simbólica, muy importante, sin duda, pero de imposible contenido ejecutivo en una Democracia. Por tanto, no veo problema alguno en que la Jefatura del Estado la ostente el Rey, por disposición de la Constitución, y que el Poder Legislativo y el Poder Ejecutivo reciban ambos legitimidad democrática directa mediante sufragio universal.
Abunda en mi argumentación anterior lo que estamos viendo en estos tristes momentos en relación a la propuesta del candidato a la Presidencia del Gobierno, única potestad política de carácter ejecutivo que, conforme a la Constitución, reside en el Rey. El Art. 99.1 CE dice que
«después de cada renovación del Congreso de los Diputados, y en los demás supuestos constitucionales en que así proceda, el Rey, previa consulta con los representantes designados por los grupos políticos con representación parlamentaria, y a través del Presidente del Congreso, propondrá un candidato a la Presidencia del Gobierno«.
Esto simplemente quiere decir que el Rey tiene que hablar con los representantes de los grupos políticos para ver qué candidato podría gozar de una mayoría aritmética parlamentaria, que permita su investidura. No hay un turno por quién sea la lista más votada. No lo dice la Constitución, porque el sistema es puramente parlamentario y lo que vale es la aritmética del Congreso de los Diputados. Como los sujetos del parlamentarismo español son los grupos parlamentarios, esto es, para entendernos, los partidos, de lo que se trata es de saber quién puede contar con el apoyo de un mayor número de Diputados a partir de las posiciones de sus respectivos partidos. No hay un orden lógico, distinto de la posibilidad material de sumar votos en la investidura. Ni más, ni menos.
El Rey, en su competencia constitucional, tiene plena libertad para hacer la propuesta que juzgue oportuna, es de entender que porque confía en que su propuesta resultará viable para una investidura. En las circunstancias actuales es un papelón de dimensión mayúscula, pero salvo que los ciudadanos, como yo desearía, pudiéramos pronunciarnos directamente sobre quién ha de ser el Presidente del Gobierno, sólo puede gestionar esta situación el Rey, no sólo por el ya mencionado Art. 99 CE, sino también por la función arbitral y moderadora que le atribuye el Art. 56.1 CE.
Quien crea que puede obtener una mayoría para su investidura debe comunicárselo al Rey, sin esperar a que otros lo hagan. Si el Rey, de las entrevistas con los distintos representantes, concluye que esa investidura es posible debiera proponer al candidato que, con mayores apoyos, pudiera conseguirla. Y si nadie cree poder contar con los apoyos suficientes, el Rey deberá proponer a quien él piense que tiene más opciones de obtenerlos, insisto, sin orden lógico preconcebido, pues la Constitución no habla de ello, sino de mayoría de votos en una investidura. Y si el candidato propuesto resulta rechazado, el Art. 99.5 CE dispone que «[s]i transcurrido el plazo de dos meses, a partir de la primera votación de investidura, ningún candidato hubiere obtenido la confianza del Congreso, el Rey disolverá ambas Cámaras y convocará nuevas elecciones con el refrendo del Presidente del Congreso«.
Cada cual sabrá cuál es su táctica y debiera saber a qué se expone, pero es inconcebible que se esté esperando la carbonización política de otros candidatos para proponer la propia candidatura, tanto más con la situación que vive España en estos momentos. La propuesta de candidato constitucionalmente corresponde al Rey, que debe hacerla en tiempos razonables, sin esperar por el juego táctico de unos y otros, de modo que comience a contar el plazo constitucionalmente previsto de dos meses para la investidura y, si no la hay, ir de nuevo a Elecciones Generales. ¿No sería mejor la elección directa del presidente del Gobierno por la ciudadanía?