(Corresponde a mi artículo periodístico, de igual título, publicado el miércoles 4 de octubre de 2017 en los periódicos La Provincia de Las Palmas y La Opinión de Tenerife)
Escribo estas líneas en el infausto domingo del 1 de octubre de 2017, alterando mi propósito de debatir, en el espacio periodístico que tan amablemente se me proporciona, sobre los contenidos de la Cumbre Digital de Tallin, organizada conjuntamente por la presidencia estonia del Consejo de la UE y las instituciones de la Unión Europea. Ciertamente, el desarrollo de la sociedad de la información es una cuestión de la máxima relevancia para la Unión Europea, su ciudadanía y sus empresas: confío en tener oportunidad de aportar mis reflexiones al respecto más adelante. Sin embargo, hoy mi mente está en Cataluña y en cómo los graves sucesos que acontecen pueden alterar la convivencia, no sólo allí, sino en el conjunto de España. El crecimiento de la prosperidad que razonablemente podemos esperar de la innovación y de la sociedad de la información requieren, como antecedente, de la estabilidad política y del marco institucional que los Estados miembros de la Unión Europea han conquistado. Por ello, poco sentido otorgo a debatir sobre la sociedad de la información al tiempo que los mismos fundamentos del Estado de Derecho y de la Democracia se tambalean en nuestro país.
Ciertamente, las circunstancias que nos han traído al punto en que nos encontramos son variadas y complejas. Entre ellas, pero no únicamente, no haber adoptado un modelo de referencia para la organización territorial en el que todos los territorios se sintieran cómodos. La Transición española fue modélica en muchos aspectos. Permitió superar una Historia de odio y rencor, haciendo confluir en la Constitución de 1978 a los antiguos enemigos, protagonistas de las dos Españas que tan magistralmente versificó Antonio Machado. Sin embargo, la Constitución dejó abierta la ordenación de la cuestión territorial. El Título VIII determinaba poca cosa. Básicamente admitía que las provincias pudieran organizarse como Comunidades Autónomas y alcanzar en sus Estatutos capacidades competenciales en virtud de una acción política que, en la práctica, impulsada mayormente por partidos nacionalistas vascos y catalanes, generaba espacios competenciales para otras Comunidades. Durante casi cuarenta años, la dinámica del juego político en España ha consistido, en buena parte, en negociar repartos competenciales entre el Estado y las Comunidades Autónomas y, a tal objetivo, se han aplicado las demandas identitarias de varias regiones de España y de sus gobiernos autónomos, siendo contrapuestas por los Gobiernos del Estado, dando por su parte cauce a una realidad identitaria española socialmente también muy relevante. Esta indefinición del modelo territorial o, mejor dicho, su definición mediante la contraposición de identidades y el regateo político es una deficiencia de nuestro sistema institucional que, antes o después, tenía que dar lugar a tremendos problemas.
No alcanzo a entender por qué no se ha tomado hasta ahora en consideración un modelo de que funciona, con un muy razonable éxito, como es el alemán. De hecho, el desafortunadamente demonizado artículo 155 de la Constitución española es una réplica del artículo 37 de la alemana. Aunque tal constitución fija mucho más claramente el terreno de juego y sus límites: conforme a su artículo 79 se establece una cláusula de intangibilidad que impide modificar la Constitución alemana en cuanto a la obligación de observar los derechos humanos, la naturaleza federal, democrática y social del Estado, así como la soberanía conjunta. Es más, conforme al artículo 21.2, los partidos que por sus fines o por el comportamiento de sus adherentes tiendan a desvirtuar o eliminar el régimen fundamental de libertad y democracia, o a poner en peligro la existencia de la República Federal de Alemania, son inconstitucionales. Eso sí, a cambio de estos límites tan nítidos, mucho más severos que los existentes en el ordenamiento español, emerge una realidad federal que otorga a los Länder las competencias que expresamente no se atribuyan a la Federación e, incluso, se les dota de una personalidad jurídica internacional limitada, supervisada por el Estado federal. No fue necesario en Alemania una pugna política para alcanzar una realidad federal descentralizada, poniéndose incluso fuera de la ley a quien tuviera por objeto destruir el Estado, su naturaleza descentralizada o su adherencia al respeto de los derechos humanos. Mal no parece haberles funcionado la fórmula, que ha proporcionado a Alemania libertades, crecimiento económico, prosperidad, estabilidad política y liderazgo desde su promulgación tras el final de la Segunda Guerra Mundial.
En 1978 tal vez no era posible plantear en España un Estado federal a semejanza del alemán, aunque, en mi opinión, mucho hubiéramos ganado de haberlo hecho. En todo caso, hacer de la organización territorial una cuestión de contingencia política permanente ha sido una irresponsabilidad mayúscula. Negarse a ver la evidencia de un modelo territorial inacabado, impulsar las reformas territoriales, entre ellas las de carácter fiscal, sin el debido consenso entre los dos principales partidos españoles y, con frecuencia, con la motivación puramente coyuntural de tener la mayoría para formar un gobierno, o simplemente calentar la calle buscando firmas contra el Estatut, o negarle el pan y la sal al gobierno de turno -ahora es el de Rajoy quien lo sufre, antes fueron otros-, son errores políticos demasiados grandes como para no generar la fractura que ahora tendremos que se capaces de sanar.
Aunque por naturaleza tiendo al optimismo, albergo los mayores temores en estos días. El sentido común y la voluntad integradora no son atributos que observe en la actual realidad política española. España y Europa han vivido en el siglo XX procesos polarizadores, y no es necesario recordar cual fue el resultado de los mismos. Lo que todos nos jugamos estos días en Cataluña no es si se convierte o no en una república independiente. No. Lo que nos jugamos es que salte por los aires el estado de derecho, algo en mi opinión mucho más fundamental. Parece que en estos días proclamar en España el imperio de la ley puede convertirte a los ojos de muchas personas en una persona intolerante, que no se presta al diálogo y que, en suma, no merece el calificativo de demócrata. Y si lo manifiesta públicamente, no es raro que reciba una catarata de descalificaciones por parte de una legión de activistas que implantan en la Red su particular modo de entender la libertad de expresión.
No debiera ser tan difícil de entender. El estado de derecho es la garantía que todos y cada uno de nosotros tenemos frente a las tentaciones totalitarias de una mayoría coyuntural, que, sí, puede ganar unas elecciones, e incluso un referéndum, pero que no puede contravenir la Constitución ni pretender atajos para su modificación sumaria, de la noche al día, sin los procedimientos establecidos para ello. En España hemos tenido varias mayorías absolutas. ¿Podría alguien concebir que el Gobierno que la ostentaba vulnerase los derechos fundamentales amparándose en la misma? O que, sin modificar la Constitución impulsara un referéndum para procurar su derogación en aquellos aspectos que no le gustaran. La Constitución blinda ciertas cuestiones, requiriendo un complejo, pero factible, trámite para su modificación: la condición de España como Estado social y democrático de derecho, la unidad del Estado y el derecho a la autonomía de las regiones, la carta de derechos fundamentales y la monarquía parlamentaria. El resto, incluyendo al Título VIII de organización territorial, es relativamente sencillo de modificar. Saltarse las normas que regulan el procedimiento de modificación constitucional para romper la unidad del estado no es esencialmente diferente a hacerlo para impedir la autonomía, o limitar los derechos fundamentales, entre ellos, el derecho a la vida, la libertad de conciencia, la libertad de expresión o el derecho a la tutela judicial efectiva, por solo mencionar algunos.
Las constituciones son un gran avance de las democracias liberales, y constituyen una garantía de los ciudadanos frente al poder del Estado (las Comunidades Autónomas son también Estado). Si mañana un gobierno español con mayoría absoluta quisiera eliminar la libertad religiosa o de conciencia, no podría hacerlo, aun cuando tuviera a su favor al 51% del electorado. No podría convocar un referéndum para hacerlo y, votar tal cuestión, sería frontalmente contrario a la Constitución y, por ello, ilegal. Y si fuera un gobierno autónomo quien tuviera la ocurrencia, igual de ilegal sería. Podrá decirse que en Cataluña no se trata de derogar derechos fundamentales, sino de admitir la segregación de una parte del territorio del Estado. Pero resulta que la Constitución protege tal unidad, igual que hace con los derechos fundamentales, y sólo mediante la pertinente modificación de la Constitución podrían tales cuestiones plantearse. Y si alguien piensa que los derechos fundamentales no podrían estar en juego, que coja un libro de Historia y repase cómo fueron los años treinta del pasado siglo en Europa.
Es necesario restaurar el orden constitucional en Cataluña como primera cuestión, prioritaria para todo aquel que entienda la importancia que tiene preservar el estado de derecho en una democracia, como garantía de los derechos, de las minorías y para evitar los excesos del poder público. A partir de ahí, discutamos. Es legítimo entender que deba reconocerse el derecho a la autodeterminación, como lo sería preferir un estado unitario, al modo de Francia. También, optar por mantener el estatus actual. Por mi parte, me quedo con un estado federal tomando como referencia el alemán. Intentemos llegar a un acuerdo que englobe a cuantos más mejor, e impúlsese la reforma constitucional, con pleno respeto a los procedimientos, para hacerlo posible y que, muy posiblemente, sería de tal entidad como para requerir el procedimiento agravado de modificación, con mayorías cualificadas y referéndum. Mucho me temo que no hay otra opción, al menos si queremos evitar un serio riesgo de confrontación civil y, por el contrario, deseamos fijar las bases de una convivencia próspera para las próximas décadas.
Otro día hablaré de la sociedad de la información. Hoy toca priorizar lo fundamental.
Juan Ruiz Alzola es Catedrático de Tecnologías de la Imagen en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Tiene un Grado en Derecho por la Universitat Oberta de Catalunya